Flores para Estela

Hace cinco años, Alfredo va todos los días al cementerio a saludar a Estela. Le lleva un regalito, una nota, una flor o un caramelo. Le deja sobre su tumba, cualquier detalle que recuerde que a ella le gustaba. Piensa en los gustos de su esposa y trata de recordarlos a diario.

El temor de olvidar lo que quería o deseaba Estela, le provoca una gran angustia. Esa idea lo persigue y atormenta. Por eso cada mañana hace algo para ella y así se más siente tranquilo. No feliz, Alfredo ya no es feliz, pero la profunda tristeza con el tiempo comienza a disiparse.

Hoy Alfredo se despertó más tarde de lo habitual. El calor de la noche no lo dejó descansar bien y cuando logró dormirse ya casi estaba amaneciendo. Se levantó apurado y de mal humor. Un poco dormido, antes de salir, agarró un ramo de flores del jardín y partió hacia el cementerio.

El aroma de las flores invade el auto, el calor que entra por la ventanilla se mezcla con la frescura de las flores. Eso le gusta a Alfredo, lo hace sentir contento. El sol le quema su cabeza, calva y reluciente, es una atracción para los rayos solares. El aire caliente marchita, levemente, las flores que reposan en el asiento del acompañante.

Alfredo se acerca a la tumba de Estela, el sol lo encandila y no lo deja ver bien. Con los ojos achinados ve algo en el florero. Mira el ramo en su mano. Alfredo no puede creer que haya vuelto a suceder después de tantos años.

No puede tolerar que otra persona le deje flores a su esposa. Los pensamientos se desparraman en su cerebro repentinamente y lo atormentan. Piensa en Estela, en sus amigos, en los vecinos del barrio, que quizás cuando era jovencita la pretendían. Recuerda a los compañeros del colegio que gustaban de ella cuando eran chicos. Piensa y transpira, mientras las flores se marchitan.

Alfredo no puede darse cuenta cuál de todos ellos puede ser. Quién volvió a dejarles flores en su tumba. Piensa en alguno de ellos. Gabino, el compañero de banco de la secundaria. Carlos, el primo segundo que vive en Bragado. Oscar, el carnicero.

La sola idea de pensar que alguien más quiera a su esposa lo angustia sobremanera. Una repentina brisa fresca lo sorprende y lo alivia, siente el viento que entra a través de la camisa de algodón y le seca la transpiración.

Alfredo se levanta, saca las flores y pone en su lugar las fresias marchitadas. Le agrega agua al florero y tira los crisantemos. Las flores que su esposa siempre odió, porque son para los muertos. El tipo que le lleva crisantemos es porque no la conoce muy bien, analiza y piensa Alfredo. Eso lo tranquiliza y sonríe.

Se siente muy acalorado, los celos se desvanecen, ya se siente mejor. Comienza a caminar al rayo del sol que quema su calvicie brillante. Avanza por los pasillos de Chacarita, mientras refunfuña.

Volvió el señor de las flores para Estela.